"Al haber comenzado a ser un bien escaso,
las palabras tenían más significado que antes"
(Juan José Millás, EL ORDEN ALFABÉTICO)

CAPÍTULOS 2, 3, 4 Y 5

2
En la iglesia san Pedro de Los Chaguaramos —una simpática versión reducida de la basílica vaticana— se casa mi madre de punta en blanco, aún cuando ya me lleva a mí, su único hijo, como pasajero. Tres meses atrás, mi padre le había regalado la primera edición de los CIEN SONETOS DE AMOR de Neruda, libro que le pareció mucho más apropiado que los otros que había preseleccionado en la librería Suma de Sabana Grande: LOS PEQUEÑOS SERES de Salvador Garmendia, ANIMAL DE COSTUMBRE de Sánchez Peláez y EL TAMBOR DE HOJALATA de Günter Grass.

La fiesta postnupcial se celebró en una tasca de La Candelaria, rociada por escasos litros de Old Parr y por un brevísimo brindis de buen Rioja en honor a los recién casados. Resulta admirable la capacidad camaleónica del ser humano para mimetizarse con el entorno que los acoge. Apenas un par de años antes mi padre jamás había probado el whisky en su Jaén natal y mi madre no se había alejado demasiado de la madrileña calle de La SaL (sí, es un palíndromo de los que me persiguen y obsesionan).

Yo decido nacer (porque es uno mismo quién selecciona en qué momento asomarse desde la escotilla vaginal a este mundo y “desuterizarse” y no es otro que uno —en un ejercicio inicial de libre albedrío y mismidad— quien elige a sus progenitores) justamente el día en que fallece Albert Camus. Décadas después descubro semejante casualidad y me compro todos sus libros, que apenas (h)ojeo, para incrustárseme en el cerebro la imagen del actor Marcelo Mastroianni encarnando EL EXTRANJERO.

Así estrené un año y toda una década musicalizada, entre muchísimos otros, por Bob Dylan y coreografiada por el terremoto que sacude a Caracas en 1967 y también, con mayor sutileza, por Maurice Bejart.

De la sala colectiva de parturientas en el Clínico de la UCV, aterrizo en el apartamento que mis padres habían alquilado en el edificio Llaeco de la calle Codazzi, una construcción imponente en forma de letra “L”, flanqueada por esbeltos chaguaramos que le dan nombre a la urbanización. Esta edificación, junto a otras en Caracas, pertenece a una empresa inmobiliaria cuyos dueños son dirigentes del partido socialcristiano COPEI. Un vástago de esta familia pletórica de “Enriques” se dedicará al faranduleo radial, popularizando un latiguillo que perifoneará hasta el asco en sus emisiones hertzianas: “mis más queridos amigos”, haciendo sospechar que incluso la demagogia más rancia se hereda.
3
Hice mi preescolar y primaria en un colegio parroquial adosado a la iglesia san Pedro, manejado por unas monjas españolas de sangre liviana que nos inculcaban una caligrafía de legibilidad impecable. Apartando la misa semanal y las sesiones deportivas, yo lograba sobrellevar bastante bien los deberes escolares, dejándome tiempo libre para entretenerme con la televisión vespertina en blanco, negro y su paupérrima escala de grises, donde constituíamos la audiencia cautiva de las teleseries gringas dobladas en México, con alguna que otra excepción manufacturada en Japón.

Siempre envidié a quienes estudiaban durante el turno de la tarde en la escuela municipal que quedaba a un par de cuadras de mi casa. Me los imaginaba acostándose tarde y durmiendo buena parte de la mañana, mientras yo cabeceaba ante el pizarrón repleto de números o fechas que no me motivaban para nada.

Lo mío eran las palabras. Jugar con ellas. Separarlas en sílabas. Viviseccionarlas a ellas y no a las pobres ranas. Cada vez que había que redactar algo, allí era yo quien sobresalía. Me encantaba notar cómo la mayoría de mis compañeros (y alguno que otro maestro) dudaba al intentar colocar una palabra tras otra para formar una frase coherente que no resultara incompleta o redundante.

Fue en esos momentos de tedio escolar que yo intuí que podría vivir de la palabra. Recuerdo una promoción que tenían las estaciones de gasolina Shell en la que llenando el tanque te obsequiaban “una taza de doble asa”. Me dije a mí mismo que aquello que en ese entonces mentaban “propaganda” debía ser tan sencillo como rimar tonterías fáciles de recordar para que la gente más ignorante pudiese alojarlas dentro del vacío de sus cabezas y repetirlas. No sé, algo así como las letras de las canciones que reiteraban una y otra vez dos o tres frases simples.

Se me ocurrió aplicar mi teoría en clase de Castellano y escribí en la pizarra la frase: “Compré una taza de doble asa para Peraza”. Automáticamente, Nelson Peraza se convirtió en objeto de burla para el salón de clase y hasta la maestra se obligó a borrar una terca sonrisa de su rostro irregular. Mi muestra de ingenió me valió un puñetazo en el estómago que me hizo vomitar el Toddy caliente que había desayunado donde naufragaban un par de trocitos de pan manchados de mantequilla.

La lección aprendida consistió en un mandamiento que aplico a cal y canto: “no te mofarás de gente más fuerte que tú” (a menos que logres ponerte a buen resguardo). Y aquí debo hacer la consideración de que casi todo el mundo suele ser físicamente más fuerte que yo o les importa muchísimo menos el dolor o tienen mayor tolerancia al respecto y han decidido ejercer temerariamente la valentía, mientras que yo soy un cobarde previsivo de esos que protagonizan las cuñas de seguros y se escudan en múltiples y sucesivas pólizas que nos indemnizarán de cualquier imprevisto. Si al menos yo rezara podría invocar —textualmente— al tal “ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día” en el que obviamente no creo y a cuyo servicio no estoy suscrito.

4
En sexto grado participamos con el colegio en un programa de concursos que transmitía Radio Caracas Televisión. Lo conducía Oscar Martínez y la institución educativa ganadora se llevaba una considerable dotación en implementos deportivos (una vez más, un bate o una pelota resultaban más tentadores, para los demás, que cualquier enciclopedia, diccionario, biblioteca, mapamundi, microscopio o adminículo científico). Yo no figuraba en el panel de los “cráneos”, aunque me encargaron escribir las consignas que los alumnos debíamos corear para aupar a nuestros representantes desanimando al competidor.

Como en casi toda campaña comunicacional, mis slogans resultaron mejores que el conocimiento exhibido por mis compañeros de clase y perdimos el botín deportivo ante una institución pública ubicada en la periferia de la ciudad. Este recuerdo emergerá sonriente cada vez que mis clientes electorales ganen sus curules y yo obtenga una prórroga de mi contrato profesional hasta las siguientes votaciones. Parafraseando al gurú McLuhan, canturreo un jingle desafinado que pugna por definirme: “democracy is my business”.

5
Mis padres estaban afiliados al “Círculo de lectores”, ingeniosa estrategia mercadotécnica que te entregaba en tu casa los libros que cada quien seleccionaba de un vistoso catálogo impreso a full color. Esto nos garantizaba una provisión de tres libros trimestrales. Así que nuestra bibliotequita doméstica crecía al ritmo de una docena de títulos al año, pagaderos en cómodas cuotas consecutivas. Ello era el “Avon llama” de la lectura que nos permitía maquillar un poco nuestras neuronas con el lipstick de textos ligeros, casi digestivos, recomendables para rumiar ideas plácidas.

Mediante un sistema similar mis padres invirtieron en la enciclopedia Monitor de Salvat y sucesivos diccionarios de uso corriente del idioma. Las enciclopedias ilustradas de arte fueron adquiridas a través de fascículos semanales que venían con el periódico y que nos evitaban las onerosas, aunque deseadas, visitas al Louvre o —más fervientemente— al Prado.

Del Museo de Bellas Artes en Caracas, mis padres y yo hubiésemos podido ofrecer eficientes visitas guiadas. Luego vinieron la Galería de Arte Nacional y el Museo de Arte Contemporáneo.

No hay comentarios: