"Al haber comenzado a ser un bien escaso,
las palabras tenían más significado que antes"
(Juan José Millás, EL ORDEN ALFABÉTICO)

CAPÍTULOS 10, 11, 12, 13, 14, 15 Y 16

10
Mi madre me celebra con una torta de chocolate mis primerísimos cuatro años. Yo reacciono enclaustrándome debajo de la mesa del comedor, con el mantel como telón o cobija de kevlar, rehusándome a que me canten cumpleaños, apagar las velas o compartir la torta que “es mía”.

Gracias a los votos de los hermanos Mora, el adeco Raúl Leoni gana las elecciones presidenciales en una Venezuela pre-saudita y naif, adormilada, que baila en tempo de vals vienés que no es, totalmente despreocupada del ská de acá que resonará fuera de las páginas de esta ficción fragmentaria.

11
Precoz que pretendo ser, desafío a dios diciéndole que, si existe, derrumbe la escuela donde me aburro, me hastío, languidezco.

Jamás obtengo respuesta.

12
En una entrevista publicada en la revista PUBLICIDAD Y MERCADEO, me desafían a que redacte mi propio epitafio. De inmediato escribo: “Siempre en otro lugar”.

13
No sé por qué me ha dado por recordar a cierto escritor venezolano que afirma que sus personajes nacen muertos, con fecha de expiración, y que él los enferma y los hace padecer para intensificar argumentalmente sus textos.

Confío en que este gran carajo jamás escriba sobre mí ni le dé mi nombre a ninguno de sus personajes.

14
Cuando le preguntan a René cómo se fue de Cuba, él dice que salió de La Habana “con una batidora Hamilton Beach insertada en el culo, cual motor fuera de borda y así llegué hasta Mayami”.

—Desde entonces le cogí tirria a los electrodomésticos, muchacho.
15
Muere ese hijo de puta gallego, adoptado por un matrimonio gringo, conocido como Walt Disney. Mi madre y René celebran el deceso del villano, ignorando que la fábrica de fábulas funestas funciona febrilmente per fécula feculorum: carbohidratos y triglicéridos alimentan la funeraria de cerebros ahogándose en formol.

Embriagado por la mezcla fulminante de alcohol y conatos de utopía, Rene se remonta a su infancia y entona —en una voz lejanísima— una melodía que le cantaba su nana:

“Al salir de La Habana, de nadie me despedí
sólo de un perrito chino que andaba detrás de mí.
Como el perrito era chino, un señor me lo compró
por un poco de dinero y unas botas de charol.
Las botas se me rompieron y el dinero se acabó...
¡Ay, perrito de mi vida. Ay, perrito de mi amor!”.

Mi padre ronca. Yo escucho desde mi cuarto, conmovido por este viaje en el tiempo que pilotea un adulto metamorfoseado en niño.

16
¿Quién se hubiese atrevido a profetizar que la madrileña de mi madre se iba a alistar en la banda del Sargento Pimienta? Fueron cuatro británicos de Liverpool, mentados “los bítels”, quienes produjeron el milagro. Mi madre chapuceaba un inglés jubiloso de jotas y zetas que la llevaron a inscribirse en cursos sabatinos del CVA para tratar de entender a aquellos hijos de la Gran Bretaña que la rejuvenecían a fuerza de estribillos pegajosos y reiterativos: “chi láfviu, ye, ye, ye, chi láfviu, ye, ye, ye” o el impagable “ol yu nid is lof”.

Muchos años después, en callado honor a mi madre, logro venderle a un fabricante de bluejeans un jingle que versionaba el hit beatlémano LUCY IN THE SKY WITH DIAMONDS —sin alusiones lisérgicas— para marketizar sus pantalones apretadísimos que fungían de camisas de fuerza para los pubis femeninos en feedback textil. Este spot publicitario coincidió con el CONCIERTO PARA BANGLADESH y masificó una expresión que encontró eco en la juventud para referirse a cualquiera que usara jeans ajustados: “mira cómo come pantalón esa carajita Bangladesh”. Y así se llegó a hablar de los “bollos Bangladesh, cucharas Bangladesh, totonas Bangladesh, papos Bangladesh” que estaban “muertos de hambre” y por ello se “tragaban” el jean, ropa íntima mediante.

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